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¿Tantas cosas teníamos pendientes? II

Por Javier Petit de Meurville 

Algo positivo del confinamiento en el hogar es cuando, de pronto, prestamos atención y descubrimos cosas que permanecían ocultas detrás de la cortina de la cotidianidad. Por ejemplo, el césped. No me refiero a la gramilla de las canchas o el de las plazas, como la belleza irregular de Hyde Park o los diferentes tonos de las hojas en el Jardín Botánico. No. El césped ese que crece en nuestro jardín.

Claro, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el 76 % de los hogares son departamentos, y del 24 % restante, no todos tienen un pedazo de tierra. Pero en el Gran Buenos Aires, esa ecuación es completamente opuesta. Las personas que viven en departamento pueden creer que aquellos que disfrutan de un jardín son afortunados.  La equivocación puede ser enorme.

Sabemos, de buena fuente, que más de un propietario de jardín se vio sorprendido por ese imparable fenómeno de la naturaleza que es el crecimiento del pasto y se dio cuenta que Tino, el muchacho que venía en algún momento (vaya a saber cuándo), ya no está, y se nota. Seguramente se hizo escuchar más de un ¨viejo! hace algo! nos van a tapar los yuyos¨ y, del otro lado, se escuchó un ¨Sí, querida¨, o uno de esos silencios de mandíbula apretada. Lo sé, porque a veces mi mujer me dice ¨viejo¨, y no es que yo pertenezca a la tercera edad, sino que ella, con el encierro, se pone más cariñosa. Y también yo, a veces, respondo con silencio, no porque no sea de decir ´Sí, querida¨, sino porque no quiero que se acostumbre. Como sea, me dice mi fuente, que  ni siquiera cortadora tenía. Afortunadamente, en estos álgidos momentos aparecen actos solidarios de la gente menos pensada. El vecino del fondo, por ejemplo, ofrece su cortadora. Sí, ese mismo que antes parecía un amargado. El artefacto tiene nafta, correas, botones, palancas, ruedas, todo lo que se necesita, menos, por supuesto, a Tino. 

A los veinte minutos, después de varios intentos de prenderla, que se apague, volver a prenderla, y así, y menos de un metro cuadrado de césped cortado, sospecha que el vecino no era solidario, sino tremendo atorrante, y que debe estar filmándolo a escondidas y que luego veremos en las redes sociales reproducido hasta el infinito y más allá. 

El problema no son los veinte metros cuadrados de césped, que (cinco horas después), quedará como una alfombra, ni el amor repentino por Tino al punto de querer incorporarlo a la familia de alguna forma. Tampoco son las ampollas en la mano. No. El problema es la espalda, o la tercera vértebra lumbar, concretamente.

Nosotros, que por lo menos tres veces a la semana fatigamos las cintas, las máquinas y las colchonetas de la YMCA, y nos jactamos de estar ¨en forma¨, advertimos que los bíceps con el control remoto (descubrimos para ver películas gratis www.cuevana2.io) o que la caminata como la proponía Charly García (yendo de la cama al living), no son lo mismo. 

Es que, tal vez,  un nuevo pendiente es nuestro propio cuerpo. Y nos preguntamos, por esto de que el ocio nos abre la puerta a pensamientos inesperados, si no hay distintas concepciones del cuerpo y del hombre detrás de cada sistema de entrenamiento. El de fuerza, en los gimnasios, que trabajan uno o dos músculos en cada máquina con posiciones controladas, ¿no implica una visión del hombre segmentada, especializada, escindida? ¿no opera como una línea de producción industrial del cuerpo, entendiendo entonces al hombre como un conjunto ensamblado de piezas? Natación, Pilates, Yoga, entrenamiento funcional, por el contrario, ¿implican una visión más holística del cuerpo y del movimiento, devolviéndonos una integridad y autoconocimiento? Y por el lado del básquet, el futbol, el vóley ¿no van los movimientos en relación a los otros y, en unión con ellos, buscamos un resultado común, concibiendo entonces un ser en sí mismo y en sociedad?   No importa cuál sea nuestra opción, la OMS nos recuerda que movernos mejora la calidad de vida y aumenta las defensas. ¿Cuál es, querido lector, tu entrenamiento preferido y qué te hace sentir? Se sorteará una remera entre los que respondan a ymca@ymca.org.ar y entrená desde casa haciendo click acá.

Desde que vivo en Capital Federal, no tengo jardín a cargo, sino un conjunto de macetas, lo mismo que en mi oficina. No concibo un espacio humano sin esa convivencia explicita con la naturaleza que representa aunque sea un potus. El relato de mi amigo me recordó a un jardín en unas calles del conurbano. Mi función principal era regarlo. A pura manguera sacudía las retamas, las hortensias, inundaba el cerezo, el liquidambar y otras plantas cuyos nombres ignoraba o he olvidado. Siempre prefería eso, a tener que secar los platos o poner la mesa. Desde ese jardín, un marzo de 1976 vimos pasar los tanques hacia la casa de gobierno, y un abril de 1982, sentimos cómo rugía nuevamente la maquinaria bélica para sostener un reclamo que era (y es) legítimo, a través de la violencia. La mayoría de los soldados tenían 18 años en ese momento, ni siquiera eran mayores de edad, y recibieron mayor entrenamiento para la guerrilla urbana que para una batalla. No ha quedado ningún amigo personal en las Islas Malvinas, pero sin duda permanecen en ellas el corazón de todos.

 

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