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Tantas cosas teníamos pendientes

Por Javier Petit de Meurville

En el cuento “La lotería de Babilonia”, Jorge Luis Borges nos habla de un pasado donde todos los habitantes de Babilonia, cada cierto tiempo, participaban obligatoriamente de la lotería. Pero no sorteaban rectángulos de plata, sino los diferentes roles de la sociedad. Podía tocarle ser maestro al herrero, vigilante al campesino, juez al mendigo. A alguien, también, le tocaría ser el verdugo, y a otro, el condenado a muerte.

Por favor ténganlo en cuenta: no intenten esta lotería en sus casas. Yo lo hice, y me tocó algo parecido al lugar del condenado a muerte: esta semana tendré que pasar el trapo por la casa.

Nace así “algo que teníamos pendiente” que ya no es previo a la cuarentena, sino que se hace nuevo en ella, se prolonga en estos días que por momentos pierden el nombre o se repiten. Y lo que se repite ante esta tarea es la famosa procrastinación, esa voz mentirosa que nos dice que será mejor resolver mañana lo que nos empeora el hoy.

Limpiar el piso no es difícil. Lo difícil es retorcer el trapo, correr los muebles, subir las sillas, esquivar las zapatillas con los enchufes y evitar los recuerdos de cuando uno hacia lo mismo, pero en el servicio militar, allá por los años ochenta, en Campo de Mayo.

Es que hay tareas, canciones, olores que nos remiten a otras épocas, restablecen parte de la memoria, y nos distraen inevitablemente.

Aprendí lo que era distracción, poco antes de servicio militar, cuando estaba en la secundaria. No es que fuera un alumno poco aplicado.

El primer día que tuvimos clase de dibujo en cuarto año, ingresó una persona petisa, de manos pequeñas y dedos regordetes. El Profesor Rey parecía más un almacenero al estilo del papá de Manolito en la tira de Mafalda, que a un artista. Lo primero que nos dijo es que todos teníamos aprobada la materia. No era obligación estudiarla. Los únicos que la reprobarían serian aquellos que molestasen a los que en verdad les interesaba aprender dibujo.

El profesor Rey dibujaba en un segundo algo así como la Gioconda pero con tiza  sobre el pizarrón negro. Era casi imposible seguirlo. Los que conocen mi letra manuscrita, no les sorprenderá que mi desempeño mejor logrado al hacer, digamos, un retrato, sería más bien algo cercano a un cuadro de Pollock o de Rothko. El mismo profesor Rey, al ver mis esfuerzos sobre el papel Canson nro. 5 me miró con un gesto extraño, y me preguntó si no había pensado en la fotografía. No sé muy bien a qué se refería.

Recuerdo especialmente una clase. Ese día dibujó un punto en cada extremo del pizarrón. “Hay un punto donde nacemos, y hay otro punto, donde morimos”, dijo. Luego, trazó una línea recta uniendo ambos puntos. Estamos entre-tenidos entre estos dos puntos, con las labores cotidianas, las obligaciones, las angustias, las ilusiones. Luego dibujó un tercer punto por encima de la línea. “O podemos estar dis - traídos de estos dos puntos, sueltos de la materialidad de la vida y sus circunstancias.” Algo espiritual se manifiesta en este estado, como cuando un amanecer o un atardecer nos sorprenden y debemos dejar lo que estábamos haciendo para, simplemente, contemplarlo.

Estamos entretenidos o distraídos. Pero saliendo de las posturas bipolares, sin ánimo de contradecir al Profesor Rey, Anne Dufourmantelle en su “Elogio del riesgo” (2019, Paradiso Editores) nos recuerda también que podemos estar suspendidos, haciendo un equilibrio en la cuerda, en esa línea que une ambos puntos. Esa suspensión, como esta cuarentena, no es pasiva, es un movimiento activo de quietud, de suspensión también del juicio, de esas primeras ideas automáticas que nos aparecen cuando estamos “entre-tenidos” o, incluso, “dis-traidos”. Puede resultar en un estado de tensión, como la cuerda del arco que se retrae para, al soltarse, ganar impulso.

Cuando releí hoy “La lotería de Babilonia” advertí que no era exactamente lo que recordaba. Pero me gusta imaginar un mundo donde se deba cambiar de roles, donde las tareas y funciones se alteren intempestivamente. En ello Borges pone en evidencia al azar.  En mi caso, más humilde, creo que ello generaría mayor empatía, y pondría de manifiesto que no es nuestro hacer lo que nos define, mucho menos nuestro tener, sino nuestro ser.

En la construcción de nuestra cultura, la impronta grecorromana es innegable. La preocupación por el hacer de los romanos, y la indagación por el ser de los griegos, nos preceden. Lo sé, esta es una síntesis bestial que tira por la borda por lo menos cuatro mil años de historia, pero suspendan un minuto el juicio para leer una línea de aquel cuento de Borges que, creo, hoy nos alcanza a todos: “He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre”.

Estos días celebramos al mundo del trabajo, en el contexto, tal vez, de mayor incertidumbre mundial que nos ha tocado o nos tocará atravesar en nuestras vidas.

De la misma forma en que al pasar el trapo por el piso me distraje a otros pensamientos, o que el Profesor Rey nos enseñaba, acaso sin saberlo, mucho más que dibujo; o que Borges en una fábula nos da una línea que nos ayuda a reflexionar este presente, quiero creer que lo que hacemos al trabajar, y, por tanto, lo que celebramos en el día del trabajador, no es el trabajo en sí mismo, sino lo que con él, entre todos, entregamos a los demás.

Y comienzo a pensar, también, que cuando esto termine, tal vez sea conveniente poner una alfombra en el living.

 

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