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Tantas cosas teníamos pendientes

Por Javier Petit de Meurville

Soy incapaz de muchas cosas. Tantas, que excedería estas líneas enumerarlas. Y eso, solo de las cosas de las cuales sé que soy inútil, seguramente hay otras en que lo soy pero lo ignoro. No hace falta que los que me conocen empiecen a enviarme mensajes. Gracias.

Pero si hay algo de lo que soy capaz, es de reconocer el olor del alcanfor a varios metros. No tengo una habilidad especial para los perfumes. No tengo ni idea acerca de fragancias. Encima, el lenguaje es bastante mezquino al momento de inventar palabras para describir los olores. Los sabores tienen sus palabras. Los sonidos tienen sus palabras, y hasta han desarrollado su propio idioma que se escribe en pentagramas.  Los colores, en sus diferentes variantes, tienen sus palabras. Es cierto que todos toman atributos para su designación a partir de los sustantivos, es decir, de las cosas. El color blanco, por caso, tiene varios vocablos diferentes entre los esquimales y entre los finlandeses, según su presencia diferente en la nieve. Hay una palabra para el blanco de la nieve fina que empieza en los primeros fríos; otra para el blanco de la nieve en los altos picos de las montañas y así varias más. El tacto también tiene un repertorio de opciones. Los olores, por otra parte, ocupan muy poco espacio en los diccionarios.

El olor al alcanfor es el olor a la madera de un árbol: el alcanforero, para ser más exactos. No hay demasiada imaginación detrás de ello. El árbol del alcanfor, por su parte, no es diferente en formas y colores al resto de los árboles. No es como las sequoyas de enorme tronco gigante, ni como el sauce llorón que se reclina hacia un costado, invariablemente. Pero tiene ese aroma inconfundible.

Tardé mucho en saber que el alcanfor provenía de un árbol (empecé estas líneas reconociendo que soy incapaz de muchas cosas…) Para mí, el olor a alcanfor era el olor de una pastilla de blancura y textura similar a la naftalina pero cuadrada y aplanada en lugar de redonda, que se envolvía en un rectángulo apenas mayor de lana, tejido al crochet, y que nos enviaba nuestra abuela desde Santa Fe. La trama abierta de la lana tejida de esa forma, permitía que el aroma del alcanfor se disipase e impregnase todo a su alrededor. Este dispositivo, era susceptible de convertirse en una forma de tortura infantil.

Mi madre, tal vez a instancias de mi padre, nos obligaba a utilizarlo cuando comenzaba el frio o cuando alguien se atrevía a estornudar. Si hubiésemos tenido que utilizar el dispositivo oleroso puertas adentro en nuestro domicilio, o por las noches al dormir, vaya y pase. Pero no. El dispositivo estaba especialmente diseñado para insertarse en la indumentaria al ir a la escuela. Ya sea en la manga del pulover, en los bolsillos del guardapolvo, o prendido con un alfiler de gancho en la camiseta de interlock. Lo hubiese podido ocultar en la botamanga de los pantalones y hubiese sido inútil: de cualquier forma el olor se hubiera extendido a varios metros a la redonda, los suficientes para que los compañeros de nuestra aula, los de la de al lado, y, sobre todo, los de la de sexto y séptimo grado, supiesen que teníamos un perfume inconfundible.

El otro remedio de los males del invierno, primo hermano del alcanfor por su aroma, era la pasta de Vick Vaporub frotada en el pecho antes de acostarnos. En situaciones extremas, mi padre echaba mano de un remedio polémico: leche caliente con cognac o con vino. Unos sorbos antes de dormir, y ¡mamita querida! Mamita justamente lo criticaba y mi padre se reía, “remedio infalible”, decía.

Tal vez el uso de alcanfor para espantar las gripes era habitual en la provincia de Santa Fe. Tal vez era una costumbre, algo arraigado en ignotas tradiciones familiares. Lo cierto es que, invierno tras invierno, la pastilla de alcanfor en su primoroso sobre de lana tejida al crochet, nos acompañaba con su inconfundible olor.

Un día, entre el momento que empezamos el secundario y nació nuestro primer hijo, en  algún momento impreciso de esa ventana de varios años, el dispositivo de alcanfor dejó de impregnar nuestra indumentaria. No invadió más nuestra vida.

La primavera parece jugar a las escondidas: unos días se asoma soleada y clara, otras se oculta sombría y fría. Eso ha demorado el momento de enfrentar la tarea de todos los años. Tengo pendiente bajar las cajas de ropa de verano, ponerlas en uso y colocar, en la misma caja, la ropa de invierno que no utilizaremos.

Todos tenemos nuestros usos y costumbres. Algunos de ellos, sin embargo, alcanzan la categoría de ritos. Los ritos dan cuenta de cambios importantes en la vida: el momento del bautismo, el casamiento, los funerales. Otros parecen de menor envergadura. Sin embargo, señalan instancias especiales en nuestro transcurrir: cuando un hijo inicia un ciclo escolar, o lo finaliza; cuando accede a su primer trabajo; cuando empieza la práctica de un deporte o participa en un concurso de la misma.

Guardar la ropa de invierno es un ritual menor. Este año, sin embargo, por alguna razón que desconozco, me trajo el recuerdo de las pastillas de alcanfor. Lejos de la nostalgia por algún pasado, el acto de guardar las cosas de invierno me recordó lo que dejamos atrás. Lo que ha sucedido. Lo que hemos superado: somos sobrevivientes en nuestra propia historia.

Y la primavera nos trae, otra vez, con su ritual, la oportunidad de lo que renace.

 

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