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Tantas cosas teníamos pendientes

Por Javier Petit de Meurville

La normalidad no es más lo que era. Antes era una cosa y ahora, parece, son tres.

En esto se resumen todas las líneas que siguen. Ah, y la historia de un médico suizo, si tenemos tiempo.

La cuestión surgió cuando ingresaba a mi casa, después de quitarme las estalactitas de hielo de la cara por el frio helado de la terraza y, aun tiritando, comienzo a desarmar una madeja de ropa seca, tratando de doblarla de forma tal de que adquirieran una forma reconocible y, de paso, facilitar el planchado posterior. No sé si fue para alentarme, o para comprometerme, pero justo en ese momento surgió el comentario acerca de cómo cambió todo, las cosas que aprendimos de la pandemia y los cambios que llegaron para quedarse.

Parece ser que todas nuestras buenas intenciones, nuestros aprendizajes, esos pequeños o grandes sacrificios que en este tiempo entre paréntesis que generamos como respuesta a la pandemia, estuvieron, inadvertidamente, construyendo algo que dan en llamar la nueva normalidad y que, ya falta mucho menos, deberemos afrontar. No me refiero a planos sociales, económicos, políticos. A la nueva forma de trabajar o de ordenar un esquema de transporte público. Hay algo primario, cotidiano, que nos está acechando a todos y cada uno de nosotros.

No hay una forma de entender qué es lo normal, ni de definirlo. No lo digo yo, que entiendo muy poco de todo y mucho de nada.  Allan Horowitz y Charles Scott me lo cuentan. Como si fueran dos amigos conversando despreocupadamente desde la BBC y sin medir el impacto que esto podría causar.

Una primera apreciación de lo normal es aquello que la mayoría de un grupo hace, acuerda o entiende como tal. Si todos al mediodía comemos algo, almorzar a esa hora será normal. Esta es una visión estadística de la normalidad. El problema con esta visión es que hace que lo habitual en un grupo pueda ser opuesto a lo habitual en otro grupo. Ya ha pasado en la historia y todavía sucede.

Distinta es la visión que interpreta lo normal como aquello que no se desvía de las normas, principios, o reglas. Es una interpretación aspiracional acerca de lo normal. Abreva en su definición etimológica: la norma era la escuadra de los carpinteros para construir ángulos rectos. Esta definición es ubicua, aplica a todas las sociedades. Es, también, un criterio de poder: lo normal pasa de ser una descripción a ser una prescripción, y dependerá del conjunto de conocimientos, creencias y valores. Lo anormal será lo negativo, censurable.

La tercera aproximación a la normalidad es funcional. Se entiende como la forma en que los seres humanos estamos diseñados para funcionar y sobrevivir en la naturaleza. El agruparse en sociedades, el amar, el ser leal a una persona o a un conjunto de reglas es parte de lo que necesitamos para prosperar en el entorno y ello constituye la normalidad.

En cualquiera de las tres definiciones, estamos complicados.

La nueva normalidad tiene expectativas realmente altas hacia nosotros. Todo lo que resolvimos, aprendimos en estos meses de pandemia, extendería su vigencia cuando el paréntesis de la cuarentena se abra.

Las charlas de Zoom, Jitsi, Face Time, el uso de barbijo, lavarse dieciocho veces las manos, rociar con alcohol 70/30 el paquete de fideos, la lechuga, los limones y las estampillas de las cartas que te pasan por debajo de la puerta, permanecerían, aunque eso no es nada.

La cuestión es que deberemos también amasar pastas, o masa madre, cocinar platos diversos y nuevos, lavar los platos, arreglar la alacena, pintar, cambiar el empapelado, colocar estantes, pasar el trapo, cortar el césped con la podadora del vecino, sacar a pasear siete veces por día al perro, arreglar el depósito del inodoro, acomodar las medias y las tapas de los tappers, bajar la ropa de la terraza y doblarla…

¿En qué estábamos pensando cuando empezó todo esto? ¿Acumulamos razones para extrañar doblemente aquellos días previos a la pandemia? Estamos inmersos en un gran equívoco. Acaso como le sucedió a Johannes Hofer, que pensó ser recordado por una cosa, y lo es por otra. Aunque el nombre no le suene, querido lector, estoy seguro que Ud. conoce a este doctor suizo por su obra.

En 1688, salva la vida de dos personas de una forma inusitada. Tanto le llamó la atención que lo hizo objeto de su tesis. Su conocimiento se hizo famoso y llegó a nuestros días. Atiende a un sirviente y a un estudiante. Moribundos. No podía identificar la enfermedad ni el tratamiento. Ambos pacientes se recuperan al regresar a sus casas. El Dr. Hofer acuña una nueva palabra para definir la enfermedad: nostalgia. “Nostos”, una palabra indoeuropea que significa “regresar sano y salvo”, utilizado en misiones de soldados o de riesgo, y “algia” que quiere decir aflicción, dolor. Así, el Dr. Hofer nos legó una palabra más que una cura, expresión que comúnmente se refiere a la tristeza por regresar al pasado.

Pensándolo bien, ahora que pronto volveremos a transitar las calles conviviendo con la amenaza del virus, en esta “nueva normalidad”, regresar sano y salvo a casa más que una palabra tal vez sea la receta.

Quedará en nosotros todos los aprendizajes realizados durante la cuarentena, los obstáculos vencidos, los conflictos allanados, los triunfos y victorias cotidianas. Aunque siga teniendo como pendiente el doblar bien la sábana endemoniada esa, la de los cuatro elásticos en la punta.

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