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Tantas cosas teníamos pendientes

Por Javier Petit de Meurville

Una tarde, la Señorita Julia, mi maestra de catecismo, llamó preocupada a mi madre.
No es que me hubiese portado mal, la tranquilizó, sino que debía comentarle algo.
La señorita Julia era muy delgada, con la piel arrugada, cabellos oscuros retenidos en un rodete, anteojos redondos de carey y apenas más alta que el grupo de niños de ocho años que guiaba en el salón de una iglesia de los suburbios de Buenos Aires.
Parece ser que cuando nos habló de la concepción de Jesús, yo me sobresalté. María estaba casada con José, pero había tenido al niño Jesús, con el Soplo Divino, o sea, Dios. “Ah, no”, le dije, “mi mamá tuvo a todos sus hijos con mi papá”. Se ve que ya de chico no me salía muy bien eso de quedarme callado.
Muchos años después, no una concepción sino los comentarios de mis hijos sobre un nacimiento me desacomodaron a mí, como seguramente, mi comentario desacomodó a la Señorita Julia.
Mis hijos menores, Francisco y Nicolás decidieron nacer juntos, con unos minutos de diferencia. Si bien tuve algo que ver con eso, no dejo de sentir que hay algo de milagroso en todo lo que nace y en el nacimiento de mellizos ese sentimiento se intensifica. Es verdad que por momentos puede parecer un castigo bíblico, pero eso, en todo caso, es otra historia. La cuestión es que cuando ellos tenían cuatro años, nace su primer primito, Lautaro. Estaban excitados y ansiosos por conocerlo. En la clínica, luego de mirarlo, Francisco preguntó: “¿Y el otro?” Cuando le pregunté qué otro, “El otro bebé”, insistió. ·No hay otro, es él, Lautaro, tu primo”, le dije. “¿Nació solito?”, completó Nicolás. Ahí me di cuenta. Para ellos, hasta entonces, los nacimientos eran dobles, no podían comprender que alguien naciera sin un hermano.
Comprender puede ser un acto de fe o de la experiencia. O todo lo contrario. El proceso por el cual nos sentimos capaces de afirmar o negar algo, de actuar de una u otra forma, de recordar una cosa y olvidar tantas otras, es algo que le ha interesado a personas mucho más capaces que yo.
En 1990, Arthur Wheeler tenía 44 años. En el mismo día, sin ninguna máscara ni disfraz, asaltó dos bancos en Pittsburgh, EEUU. A los pocos días, cuando lo atraparon por las cámaras de seguridad, se sorprendió. ·"Pero si me puse jugo de limón en la cara"·, dijo, sorprendido. Un par de amigos le habían dado la receta; él la había probado sacándose una selfie cuando las selfies como las conocemos ahora todavía no existían, y, sin chequear si al no aparecer en la foto era un problema de encuadre, se convenció de la teoría del jugo de limón para la invisibilidad.
Cuando David Dunning, de la Universidad de Cornell conoció este caso, se preguntó si era posible que la propia incompetencia de una persona le impidiera ver esa incompetencia. Con Justin Kruger diseñaron y llevaron adelante un estudio para probarlo. Pidieron a un grupo de personas que se autoevaluaran en sus conocimientos de gramática, de razonamiento lógico y de sentido del humor. Luego de dicha autoevaluación, ellos les realizaron evaluaciones sobre los mismos temas, para luego contrastar el resultado entre autopercepción y realidad.
Resultó ser que los que más seguros estaban de su fortaleza eran los más incompetentes. Por el contrario, la mayoría de los que se infravaloraron, obtuvieron mejores resultados. Cuanto más competentes nos creemos en una materia, posiblemente menos lo seamos, y, en realidad, estamos siendo un títere ignorante de este efecto del pensamiento.
Es decir, la próxima vez que alguien, con extremada certeza, que suele acompañarse de un golpe de puño sobre la mesa, o de frases del tipo “es así”, o “vos porque no entendés nada”, o “qué saben ellos”, tenés la opción de recordar a Dunning - Kruger
Esta debilidad del pensamiento no es definitiva, ni un mal permanente, aunque puede hacerse crónico en algunas personas.
¨Daría todo lo que sé por la mitad de lo que ignoro”, dicen que dijo el filósofo. Pero también adherían a eso de “Sólo sé que no se nada”, así que nadie les aceptó el negocio.
El truco, según estos estudiosos, es ir de a poco. A medida que se comprende un poco más de determinado campo, y nuestra incompetencia disminuye, empezamos a verla, a nuestra incompetencia, claro, y podemos empezar a disminuirla progresivamente.
Sin embargo, este es solamente uno de los efectos, o defectos del pensar, de nuestro pensar. Nuestro cerebro, nuestros procesos de pensamiento, deben sortear muchos obstáculos en su discurrir.
Si pensar es difícil, pensar cómo pensamos puede resultar más complejo, pero es una aventura apasionante, una de esas travesías de las cuales, al regresar, ya no somos los mismos. Es, además, algo que podemos aplicar a toda actividad o área del conocimiento.
Daniel Kahneman y Amos Tversky son los únicos psicólogos que ganaron un premio Nobel de Economía, justamente por el estudio de los sesgos cognitivos, lo que dio lugar a la psicología del comportamiento. “Thinking, Fast and Slow” es un libro escrito por el primero de ellos, de 498 páginas, que sintetiza una parte de sus hallazgos.
Su libro dejó de aburrirse en mi biblioteca y algo de lo mucho que teníamos pendiente, se tacha de mi lista.

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