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Frases con historia

Por Luis Zamar

 

A modo de inicio de la edición, continuaremos con la elección de frases y refranes que tienen la peculiaridad de hacer referencia a un mismo elemento: hoy, la palabra.

A buen entendedor, pocas palabras bastan

Ensalzando el laconismo de esta expresión tan antigua, podemos decir que se explica por sí sola. Quien posee un mínimo de entendimiento no requiere de muchas explicaciones para comprender un asunto. Su origen podemos encontrarlo, por una parte, en su expresión latina “Intelligenti pauca”, es decir, “a los inteligentes, pocas cosas”. Y por otra, remontándonos a la Antigua Roma, época en la que el comediógrafo latino Tito Maccio Plauto la plasmó en una de sus sentencias: “al sabio, una sola palabra le basta”, ensalzando el amor y fascinación que en aquellos tiempos se tenía hacía el valor del conocimiento y la sabiduría.

Ligada a esta expresión encontramos una historia, convertida hoy en día casi en fábula, que afirma que en una audiencia que el cardenal Mazarino, diplomático y político francés, concedió a un mendigo, este último debía explicarse en tan solo dos palabras. El mendigo, que entendió a la perfección el mensaje, se dirigió hacia el cardenal y pronunció su discurso: “Hambre, frío”. A lo que Mazarino respondió, girándose hacia su secretario: “Comida, ropa”. Tras esta breve pero satisfactoria conversación, el cardenal Mazarino sentenció “a buen entendedor, pocas palabras”.

A palabras necias, oídos sordos

Cuenta la historia que una vez se acercó a Aristóteles un hombre muy prolijo en palabras. Tanto y tanto hablaba que al final terminó por pedirle excusas al filósofo. Aristóteles respondió: Hermano, no tenéis de que pedirme perdón, porque estaba pensando en otras cosas y no os he entendido una sola palabra.

Este refrán popular expresa que no debemos hacer caso a comentarios imprudentes o impertinentes que entrañan, de forma expresa o disimulada, mala intención. Como tal, es originario de España y su sentido actual, supone también un consejo o una advertencia: ante las palabras necias de otros, nuestra mejor respuesta solo puede ser la más sincera indiferencia.

En boca cerrada no entran moscas

Para encontrar el origen de la frase, debemos proponernos un viaje al siglo XVI, concretamente al reinado de Carlos I en España. Hijo de Juana I de Castilla y Felipe I el Hermoso, el monarca y futuro emperador sufría, desde su nacimiento, de una deformación de la mandíbula conocida como prognatismo.

Esta deformación, que iba aumentando con el tiempo y que le obligaba a mantener constantemente la boca entreabierta, era un padecimiento frecuente entre los miembros de la monarquía, debido a su carácter hereditario y a los habituales ‘cruces’ endogámicos con familiares pertenecientes a una misma dinastía.

La cuestión es que hay testimonios que recogen un episodio sucedido en un viaje a Calatayud del monarca, cuando un lugareño le dijo al rey: “Cerrad la boca, majestad, que las moscas de este reino son traviesas”. Esta frase habría dado origen a la expresión castellana “en boca cerrada no entran moscas”, que hoy en día se sigue utilizando y que se emplea normalmente, para hacer callar a alguien

En boca cerrada no entran moscas, también tiene el significado implícito de decir que es mejor quedarse callado, que equivocarse; es recomendable pensar antes de hablar y que, es preferible observar antes de actuar.

Cada uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras

Aristóteles, sentenció esta frase principalmente para dar a entender que todos somos capaces de decidir cuándo guardar silencio y cuando no, y siempre mantenernos apegados y siendo responsables, de cada una de las palabras que decimos. Ya en otro momento había manifestado similar connotación, al manifestar que el sabio no dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice. Indudablemente a pesar de ello, algunas personas restan importancia a tales máximas, las cuales aconsejan prudencia en lo que decimos.

Las palabras se las lleva el viento

Verba volant, scrīpta mānent es una cita latina tomada de un discurso de Cayo Tito al senado romano, y significa "las palabras vuelan, lo escrito queda". Se resalta con ella la fugacidad de las palabras, que se las lleva el viento, frente a la permanencia de las cosas escritas. En español se dice: lo escrito, escrito está, y a las palabras se las lleva el viento.

Según Alberto Manguel (escritor, traductor y editor argentino-canadiense), la cita latina antes expresaba precisamente lo contrario; se acuñó en alabanza de la palabra dicha en voz alta, que tiene alas y puede volar, en comparación con la silenciosa palabra sobre la página, que está inmóvil, muerta.

Indudablemente, gracias a la aparición de los oportunistas, la expresión de que “las palabras se las lleva en viento”, en tiempos actuales el significado antiguo es el que más gano en popularidad, especialmente en lo que respecta a compromisos con dinero de por medio, ya que las palabras en el ámbito legal pierden su valor muchas veces, por no poderse demostrar que se dijeron.

¡Bien! Ahora volvamos a las frases universales.

Hacer buenas migas

Ya Cervantes en el Quijote mencionó las buenas migas. Cuando el caballero y su escudero hacen un alto, se sientan bajo unos árboles “a comer buenas migas”. En aquellos tiempos se llamaba “migas” a un guisote preparado, remojando el pan en agua, agregándole ajo y friéndolo después en aceite. Un plato rústico, propio de los campesinos cuando no tenían algo mejor para llevarse a la boca. Pero el hecho de compartir el pan fue siempre indicio de amistad. Tanto que el comer buenas migas, se transformó en hacerlas. O sea, llevarse con cordialidad, entenderse muy bien. Aunque el guiso dejó de prepararse, la frase se siguió usando. Así, en una comedia del 1900 podemos leer: “No se cambian las costumbres/como se cambia la moda/y nunca harán buenas migas/perro y gato en una bolsa”. En estos tiempos cibernéticos, el dicho continúa vigente. Y aunque han aparecido otros que expresan lo mismo de diferente modo, ya que las buenas migas alternan ahora con “tener feeling” o “estar en onda” con alguien, no dejan de ser variaciones simpáticas, sobre un mismo tema.

Hacer de tripas corazón

El origen de esta expresión es incierto, pero la mayoría de las fuentes lo atribuyen, primeramente, a Quevedo en “Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio” (1600), aunque también hubo muchas consideraciones ocurridas mucho antes de esa fecha.

Hace veintitrés siglos, Hipócrates, padre de la medicina, consideraba el corazón como el órgano del calor humano y la sede de la inteligencia. Para los antiguos egipcios, los hindúes y los judíos, fue siempre el símbolo del amor más elevado. El Cantar de los Cantares, los poetas románticos y las letras de tango, coinciden en esa tradición. Las tripas tuvieron menos suerte. Por tratarse de la parte baja del cuerpo, les fueron endilgadas las emociones innobles, como el miedo. Mientras el corazón es valiente y se enamora, la flojera de los intestinos y los calambres del estómago delatan nuestras debilidades y renuncios. Con este bagaje “hacer de tripas corazón” significo sobreponerse a todo eso, para ponerle el pecho a lo que sea, enfrentarse a una situación desagradable, a algo que en realidad no  gusta hacer, pero que por algún motivo, hay que hacerlo. Comúnmente se usa esta expresión cuando una persona tiene que hacer un esfuerzo para disimular el miedo, el desagrado o la incomodidad que algo le provoca, y seguir actuando con normalidad.

Lamentablemente, con tanto tiempo pasado, ya a nadie se le ocurre dignificar un poco el hígado, los riñones o las tripas. Tan vitales como el corazón, y tan injustamente denigrados.

Irse por los Cerros de Úbeda

Como muchas otras frases que nos vienen de España y que hoy forman parte de las locuciones populares, ésta se remonta a la época de la Reconquista. Fernando III, llamado después el Santo, fue uno de los que con mayor denuedo llevó adelante la lucha contra los árabes. En el año 1264 condujo sus tropas hasta la ciudad de Úbeda, situada cerca de Jaén. Durante el largo asedio, con fuertes pérdidas para ambas partes, el soberano esperó con impaciencia los refuerzos confiados a uno de sus condes, el cuál había desaparecido sin saberse el lugar donde había ido. Como éstos no llegaban, Fernando libró el último combate sin aguardar ayuda y conquistó la plaza. Tiempo después, al aparecer el conde con sus tropas, éste se justificó alegando que se había perdido entre los cerros que rodeaban el lugar. La disparatada justificación se ha hecho proverbial. En sentido figurado, “perderse en los cerros de Úbeda” supone actualmente “irse por las ramas” meterse en razonamientos intrincados, en divagaciones que no llevan a ninguna parte. Nunca falta alguno que, en tren de elegir, caerá siempre en las soluciones más difíciles, en las cuestas y peñascos de alguna iniciativa que sólo llevará a perder el rumbo propio. Y, con él, las energías y el tiempo de los demás.

Nos despedimos con nuestro original saludo. ¡Los esperamos en la próxima, aún tenemos más!

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