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La cuarentena de los discapacitados

Por Marcelo Díaz

Para quienes viven con algún tipo de discapacidad, la experiencia del encierro y la inhabilitación para transitar el espacio público es parte del paisaje. El artista cordobés Elian Chali, autor de murales maravillosos y gigantescos que burlan los límites asignados a una persona con displasia ósea severa, reflexiona sobre la relación entre pandemia y discapacidad. Realidades y salidas posibles.

La pandemia COVID-19 que tiene aislada/hiperconectada a una gran parcela humana del planeta bajo las condiciones más variadas, desató emociones, pensamientos y experiencias que, en el devenir del capitalismo tardío, habían sido disfrazadas con los ropajes de la distracción. El autoritarismo vecinal como una actualización de la justicia y la verdad, la doctrina de la solidaridad, el strike-back de la teología, la empatía estéril y la obediencia exacerbada a modo de resurrección ciudadana, parecieran ser el plasma azucarado en el que se moviliza la vida hacia un mañana esperanzador, como si la psicosis social que despertó la intervención del virus en el orden establecido fuera el argumento irrefutable del colapso y no nos quedara más remedio que tener una recepción pedagógica sobre el asunto.

La sensación de guerra latente que se percibe, es un arrebato a la concentración, una organización del deseo y el ataque se encuentra en el orden libidinal, espiritual y cognitivo. La estrategia se basa en partimentar responsabilidades otorgando a los sujetos el deber por salvar el mundo y la culpa por destruirlo, en igual medida. Es que el virus, que finalmente por su capacidad de agenciamiento puede tomar forma de migrante, homosexual, discapacitado o pobre, convierte a todos en potenciales enemigos.

Existe una realidad insoslayable para las personas con discapacidad, diversidad funcional, diversidad corporal o neurodivergentes, que es la relación territorial cruenta con el adentro y el afuera. Entre la intolerancia de un mundo que disciplina y dictamina qué cuerpos pueden ocupar y/o transitar el espacio público a través de tácticas de planificación urbana como transporte, distribución barrial, la accesibilidad en el mobiliario y equipamiento -entre otras estrategias necropolíticas que cancelan vidas-, hasta los regímenes de control moral en el que pondera un prototipo de ser humano, corporalidades organizadas por preceptos de la normatividad y una segmentación social. Sumado en muchos casos al abandono o sobreprotección familiar, la vida cotidiana se vuelve un artefacto tirano en el que la cuarentena introspectiva es la única vereda para transitar la calma.

Y este presente de aislamiento obligatorio que propone una relación intensa con la reclusión, en la que lo cognitivo es lo que vehiculiza la socialización y desdibuja las posibilidades sensoriales del cuerpo en el encuentro con otros, adquiere cierto gusto a normalidad para los discapacitados. Es que, entre la vergüenza, la discriminación, el miedo y la inaccesibilidad, muchos crecimos y vivimos en condiciones de encierro, replegados en nuestras casas/universo, acovachados en lo doméstico, y este aislamiento padece de la misma desidia y silencio que el de los animales o de los presos. La relación establecida con nuestros domicilios, suele ser la posibilidad de contención donde las presiones vinculares con el exterior parecieran perder sustancia para trasladarse al complejo entramado familiar que no se supone nada fácil, pero se encuentra intervenido por la responsabilidad del afecto y que, frente a la ausencia del estado, depositarios del mandato del cuidado total en una suerte de mecanismo de castigo.

Este habitáculo que a veces se llama hogar y hoy es el teatro desde donde observamos el cambio de paradigma planetario vía streaming, es el paraíso en comparación a los hospitales psiquiátricos, orfanatos o cárceles, donde el hacinamiento, o el abandono son moneda corriente desde siempre.

El estigma del contagio

A su vez, la cuarentena intensifica el estigma del contagio que, por asociación directa, es representativo del rechazo a discapacitarse. Independientemente de las políticas sanitarias para que el virus no se propague y el temor real de su efecto corporal o muerte, existe un repudio a la enfermedad -a “lo enfermo”- que tiene sustento histórico y en la coyuntura actual retoma una fuerza invencible por los altos niveles de propagación y amenaza simbólica que le adjudica el tratamiento mediático al asunto en su condición global. Hoy, para terminar de quebrar el orden previo y comenzar la adecuación a los nuevos tiempos de las “corporalidades saludables”, nos están llevando a saturar la patologización en pos de que los efectos psicosomáticos intervengan en nuestra subjetividad de forma permanente.

La imagen del Coronavirus es el paisaje diario de quienes somos usuarios crónicos del sistema médico-clínico; los barbijos, los hospitales desbordados, los gráficos técnico-científicos, respiradores artificiales, es el cotidiano de muchas personas que hemos sido clasificadas como un diagnóstico sin sujeto. El horror que retrata la catástrofe venidera, tiene como resultante una estética que se impregna en el inconsciente donde el asco, lo aséptico, lo contaminado y lo quirúrgico se proponen como elementos discursivos que diseñan una experiencia de vida patógena. Esta retórica visual compone la estructura del rechazo.

Podemos intentar imaginar qué sucederá cuando se pueda salir a la calle de nuevo y construir un modelo de ciudad post-pandemia. Habrá un sector que imagine el abrazo de regreso como la recuperación de un mundo que ya no existe, otros tantos elegirán sostener la reclusión por miedo o comodidad, muchos quedarán inhibidos por la fuerza espectral de la biopolítica, tal vez todo siga igual. Los que gozan del derecho a la ciudad sabrán qué hacer con ello. Solo podemos pronosticar que la manipulación de datos y la geolocalización, sumado a los sistemas de vigilancia biométrica y la intervención del aparato fármaco-tecnológico son algunos de los pilares que configurarán la nueva arena política.

La salida desviada

Pero los desviados tenemos algo que proponer en estas circunstancias: redoblar el aislamiento. Desertar de nuestro avatar digital. No participar. Si se enciende el deseo de construir una comunidad virtual para arremeter la crisis relacional que se avecina, que sea para habitar la mentira y desconcertar todo algoritmo. Suspender la productividad.

Si aceptamos que la gestión de la población implica la producción de individuos socialmente legibles, la construcción de un orden normativo y de condiciones de vida para ese cuerpo social, pero también produce vidas residuales, cuerpos despojados de toda humanidad y resguardo jurídico o social, como plantea Butler, la consigna debe ser suprimir todo tipo de construcción de sentido. Cesar hasta lo que no cesa de escribirse. Reivindicar el derecho a quedarse quieto como escudo protector de nuestra privacidad.

Los discapacitados encarnamos una forma de soledad como respuesta a la segregación social, que esboza una vida singular dinámica; nos concede la posibilidad de desarrollar contacto con el exterior, preservando el aspecto estoico de estar solos, asumiendo que el flujo informativo y la extrema dependencia de sociabilidad genérica que rige en los tiempos que corren, bloquea el intercambio que oscila en lo bajo, en el rincón sensible y con otra celeridad. Desde esta especie de caja de resonancia fabricada por paradigmas eugenésicos, instrumentamos la expulsión del mundo normado; lo que se propone como dispositivo de mortandad, lo aprovechamos para okupar esos territorios tapiados por el capitalismo semiótico.

En este fango fértil y enigmático, la enfermedad se vuelve un catalizador creativo, en el que la noción fantasmática de la muerte articula con lo cotidiano para concebir una nueva cartografía de la salud y su afecto emocional, es decir, nuestras dolencias se vuelven un marco teórico para el auto-reconocimiento y nos predispone, por lo tanto, una nueva conformación del autocuidado.

En este sentido, la posibilidad sería que nuestro sistema inmunológico se sobrecargue de las vacuolas de soledad Deleuzianas, asumiendo que la quietud, el silencio y la interrupción de la velocidad, serán las herramientas precarias que nos permitirán colectivizar los sueños en la construcción del mundo que nos espera.

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